La mar se mece en un baile eterno de apertura y recogimiento.
Se expande hacia la playa, mostrándose, mezclándose con el mundo exterior, abriéndose a nuevas aventuras, dejándose acariciar por el sol, regocijándose con la espuma, abrazando todo lo que encuentra a su paso: conchas, castillos de arena, simpáticos ermitaños, rocas.
Se entrega al mundo. Llega a un punto de máxima apertura que dura unos instantes, unos instantes de plenitud, para retirarse seguidamente mar adentro, a veces suave y sutilmente, otras veces con brutalidad, pero siempre de forma puntual.
Se mete hacia dentro, hacia la oscuridad de las profundidades, atraída por una fuerza muy potente contra la que no puede luchar. Se deja llevar por corrientes y remolinos que la guían al encuentro de sí misma, hacia dentro, en lo más hondo. Y en ese estado abraza todo lo que vive dentro de sí: algas danzarinas, peces de colores, corales, tiburones, barcos hundidos y basuras varias.
De nuevo se entrega, esta vez a sí misma. Y un momento más tarde vuelve a dejarse llevar hacia fuera, hacia la luz y el movimiento, hacia los otros, hacia la aventura. Y se expande totalmente, sin miedo a dejar de ser ella misma porque sabe que luego retrocederá de nuevo hacia dentro, a mirarse a sí misma, a recuperar su esencia, a buscar en su interior quién es realmente. Sin miedo, porque sabe que sólo es un estado transitorio que la nutre y le da la energía necesaria para entregarse a los demás.
Y de nuevo hacia afuera y hacia dentro. Hacia afuera y hacia dentro. Hacia afuera, hacia dentro. Fuera, dentro. Fuera, dentro. El baile de la mar. El baile de todos los ciclos. El baile del ciclo menstrual.